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Una panza esponjosa

Siente sus dedos apretados por la mano de su mamá. El calor y la humedad de este agarre es una sensación que lo cubre todo. El mundo entero empieza y termina ahí. Ahora, esa calidez lo ayuda a olvidarse del mal momento que acaba de vivir. Todavía no lo sospecha, pero ese día quedará grabado en su memoria y volverá cada tanto, cuando el estrés apriete y la sensación de no encajar se haga insoportable. 

Tiene cinco años y será el primer paseo que hacen desde el griterío infernal, las valijas abiertas en medio del living y el portazo de papá. Será la primera vez que camina por la costanera de esta ciudad nueva para él, respirando un un aire más ligero y que nunca antes había percibido en su corta vida de niño urbano; también la primera que una muñeca verde fluo le hable desde el puesto de los vendedores. Le cuenta acerca de juegos que sólo ella sabe, de la esponjosidad de su panza y sobre lo alto que podrían volar si lo hicieran juntos. 

 

Tan entusiasmado estará con la propuesta que solo se dará cuenta que ya no está agarrado de la mano de su mamá cuando le quiera pedir acercarse para ver mejor a su nueva amiga y mamá no aparezca por ningún lado.  Entonces, y como si alguien hubiera prendido la luz en una habitación que escondía en las sombras un repertorio inaudito de muebles apilados, los cuerpos que lo rodean se harán presentes. Rodillas que se quiebran apuradas; habrá zapatillas y sandalias inquietas entrando en su campo visual y saliendo sin detenerse; las cabezas de los adultos se levantarán muy lejos de su pequeña boca que ya estará en una mueca a punto de gritar “mamá”. 

Parado pero inquieto, en una selva de personas grandes que no lo verán, todavía con la transpiración de ella en la palma de su mano mientras la otra estira repetida e infructuosamente de la tela de su pantalón, ahí, detenido por el terror, nadie sabrá que existe. Recordará la angustia de sentirse abandonado en medio de esas personas que no son nadie pero se parecen a todos los que habitan el pequeño mundo que conoce. Se parecen a sus tías y las amigas de sus tías, a los padres que se apelotonan a la salida del jardín, al taxista y al colectivero, al señor de la verdulería y la vendedora de juguetes de abajo de su casa. Son nadie, son todos; él mismo ahora es nadie y su madre un todo que no aparece. 

 

Necesitará gritar algo pero no le saldrá la voz. Sentirá el diafragma apretado, ahogado de un océano que golpea pero no brota. Buscando aire, dejará caer su cabeza hacia atrás. El gesto será intuitivo, su cuerpo sabrá que tal vez así logre hacerle espacio al llanto. La angustia ahora trepará su camino hasta el pecho y mientras mira hacia al cielo, sin buscarlos, los verá. Son los brazos metálicos de dos grúas que se acercan. Mientras en la calle los adultos corren, estas dos máquinas ocupan un tiempo cautivante. Es una velocidad pesada, lenta pero constante, un gesto sútil demorado por lo grotesco de sus proporciones. Allí arriba, dos señores de mameluco, subidos a sendos extremos, se lanzan miradas y frases mudas. Estos hombres-brazos-de-grúa se están aproximando y al reunirse, unen sus manos. Muchos años después, cuando relate esta escena, dirá que los recios operarios al chocar ambas palmas también entrelazaron los dedos en un agarre romántico y una mirada sonriente. Lo repetirá porque el efecto que logra en su audiencia le sigue gustando aunque está convencido de que esa parte es un invento suyo, que habla más de él que de las cosas como fueron.

El sol lo enceguecerá pero la vista parcial de las grúas lo llenará de un misterio sublime que no podrá entender a sus cinco años pero que lo trasladará a su propia casa, a estar sentado en el piso de madera del único cuarto que comparte con su mamá, jugando con las grúas que le acaban de traer los Reyes Magos. Le llorarán los ojos, pero el diafragma se sentirá liviano. Es el sol que pica y al mismo tiempo funciona como pantalla para recortar las siluetas de estos minotauros mecánicos que ahora parecen danzar montados a los brazos articulados, que se hablan, tocan botones y ríen. Uno de ellos lo está mirando. ¿Es a él a quien le sonríe desde ahí arriba? De repente, su mano ya fría por el sudor seco se sentirá caliente de nuevo, envuelta por un tono conocido. Mamá aparecerá, volverá. Esta vez, volverá y con ella, los transeúntes tomarán distancia, harán un hueco para su conexión recuperada y las grúas, se volverán ahora pequeñitas, de juguete.

Mariana Rodríguez Iglesias

 

Texto de sala realizado para "Rascacielos"

Performance realizada en Rosario. 2023.

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